Un ciclón
VALLADOLID
Y van treinta puertas grandes en 37 tardes toreadas. La temporada del 25 aniversario de Diego Ventura vuelve a ser sideral. Los datos hablan por sí solos y son aplastantes, pero, por encima de ellos incluso, está la dimensión que sigue dando en un año que está siendo de absoluta plenitud. Y la tarde de hoy en Valladolid es un buen ejemplo de ello. Porque le tocó medirse a un par de toros bien diferente: muy bueno y bravo el primero, con el que estuvo sencillamente cumbre, y de menos prestaciones el segundo, al que, a pesar de todo, también cuajó salvo con el rejón final. Pero en el aire vallisoletano quedó prendida la certeza de la maestría, de la frescura, de la aureola deslumbrante que le envuelve y que destila.
La faena ante su primer toro de San Pelayo fue redonda, compacta, incontestable. Desde el recibo, tan templado, tan torero, tan acariciando para amoldar y mejorar la entrega enrazada del murube. Y después, ya en banderillas, desplegó un manual de toreo a caballo moderno a partir de dos máximas: el temple, que es hacer el toreo muy despacio, y el ajuste milimétrico en los embroques para preñarlos de pureza y ejecutar las suertes en lo más alto de su dimensión. Lo primero lo derramó en el toreo de costado, pulseando y reteniendo en su mando el son tan uniforme del astado de San Pelayo: pura hilazón entre ambos. Lo segundo, lo desplegó en los quiebros tan absolutamente precisos y al borde ya del precipicio y en la manera de quedarse en la cara del cuatreño, de torear en círculo con la cara del caballo metida entre los pitones, ofreciendo los pechos, adueñándose por entero de la voluntad del toro. Tras las cortas al violín, cobró un rejón final a la altura de todo el conjunto y ya descerrajó la Puerta Grande de Valladolid.
Le tenía cortadas las orejas también a su segundo, que fue tan diferente al anterior, pero al que, aún así, se impuso también desde la máxima de llegarle mucho a la cara y provocar los encuentros, que tuvieron por momentos un aire de cara o cruz. Pero la autoridad y suficiencia de su oficio y de su momento le valió para imponerse a las condiciones del toro, al que, precisamente por ellas, bordó en las distancias más cortas en un puñado de quiebros de nuevo apurados al límite. Se le torció el acierto con el acero y eso enfrío el ambiente, aunque se le pidió la oreja.