La obra de un genio

03/09/2022

MÉRIDA
Dos orejas, ovación, oreja, oreja, dos orejas y rabo y dos orejas y rabo
Los Espartales, Murteira Grave, Veiga Teixeira, Ángel Sánchez, Victorino Martín y María Guiomar Cortés de Moura

 

Diego Ventura es un genio. Porque genio es quien hace genialidades. Como la de prácticamente llenar los tendidos de una Plaza de Toros de Mérida absolutamente olvidada durante años. Ser capaz de movilizar a cerca de nueve mil personas llegadas de distintos puntos de España y Portugal al calor de su tauromaquia cada vez más amplia y más nueva. Aun con el paso de los años, que ésa es otra genialidad. Generar un ambiente tal de expectación, de ilusión, de ganas de disfrutar de una tarde que, entre los labios de la cautela, el propio torero venía anunciando como histórica. Porque él sabía lo que traía a Mérida, lo que le motivaba a aceptar ese reto en una plaza donde había mucho que perder si las cosas no salían a la altura de quien es él, lo que le ardía en el corazón y le bullía en la cabeza. Ir construyendo toro a toro, faena a faena, un relato pleno de sentido, con argumento propio, con un hilo conductor que iba poniendo ante los ojos de aquellas nueve mil almas dónde está hoy el toreo a caballo, dónde lo ha puesto el propio Ventura a lo largo de estos casi 25 años de trayectoria, dónde se lo encontró y adónde lo está elevando. Otra genialidad: trascender del mero espectáculo para transmitirle a la gente, al público, a los aficionados, incluso, a los muchos profesionales presentes, que lo de Mérida iba a ser una exposición de la evolución técnica y artística a la que el rejoneo ha llegado de la mano del jinete de La Puebla del Río.

Luego, la noche fue una pura sucesión de genialidades desde que pisara el ruedo el primer toro de las seis ganaderías diferentes elegidas: tres españolas y tres portuguesas. Manito-17, de Los Espartales, un toro de temple sumo y un ritmo exquisito al que le cortó las dos primeras orejas de la tarde después de una faena igualmente exquisita, donde llamó la atención esa prolongación del eterno Nazarí que ya es Nómada, su hijo. Ni siquiera frenó el aura que traía la noche el garbanzo negro que fue el ejemplar de Murteira Grave, un muro de mansedumbre que obvió toda pelea, pero al que, aún así, Diego Ventura, que se fue a recibirlo con la garrocha con Generoso, le arrancó las embestidas justas para mostrar hasta qué punto Fabuloso y Bronce pisan los terrenos que pisan.

Genial por emocionante fue su faena al muy bravo tercero, de Veiga Teixeira, otro mítico hierro portugués. Un toro de mucho motor con el que, ya de salida, protagonizó Diego un pasaje de alta tensión al recibirlo en los medios con Campina para clavar nada más salir y sosteniendo la duda, aunque encendida, del burel. Saltaron chispas de sus encuentros con Nazarí, fundamental una vez más, incombustible y eterno, que atemperó los reaños del animal de Veiga en pasajes de temple mayúsculos. Con Lío, cruzó Ventura el alambre de lo imposible que tanto le gusta en quiebros sobre el terreno, aguardando el toro en tablas, y ejecutados sobre ese mismo alambre donde solo cabe la cara o la cruz.

Otro toro extraordinario, de muy buen juego, que se movió con alegría y nobleza, fue el de Ángel Sánchez, al que fijó sobre los cuartos traseros en un palmo de terreno con Joselito antes de compartir el tercio de banderillas con Andrés Romero y Paco Velásquez. Puso Diego en pie a Mérida al clavar al violín después de batir al pitón contrario con Gitano, otra de esas genialidades de aquel otro genio eterno que fue Ginés Cartagena y que su admirador Ventura ha recuperado del baúl del tiempo para actualizar y, en muchos casos, descubrir esta suerte que tanto tiene de espectáculo, pero, sobre todo, de doma y de dominio de los terrenos. La primera pega de la noche de los Forcados de Alcochete fue impecable.

Genial es cortarle el rabo a un toro de Victorino Martín, la gran novedad en la apuesta ganadera de la noche, la ilusión cumplida y largamente perseguida por el rejoneador cigarrero. Un rabo, por cierto, a un toro que no fue sencillo porque, reservón, hubo de llegarle mucho desde el saludo con Néctar para provocar que acometiera. Con Velásquez, le quebró en la misma cara, donde se quedaba para salir con piruetas tan lentas como ajustadas. Y con Lío, clavó también al quiebro, pero en interpretaciones diferentes, dejándose llegar al de Victorino, al paso, desde los medios mientras Ventura caminaba hacia atrás y, cuando ya sabía la inminencia de las tablas, generar el embroque al tiempo que quebraba. Virtuosismo puro de Diego que, incluso, se dio el gusto de echar pie a tierra antes de descabellar y robarle un puñado de muletazos al de Victorino tan ajustados como los quiebros precedentes.

Y genial fue todo lo vivido en el capítulo final ante el toro de Cortés Moura, para el que se pidió el indulto y que, no concedido, sí fue premiado con la vuelta al ruedo. Un toro que brindó a sus padres y a su familia. Un toro de un son de caramelo al que Diego Ventura le hizo de todo. Desde clavar un rejón de castigo con Guadalquivir citando al toro desde lejos para dejárselo llegar muy cerca de tablas, hasta la plasmación del temple delicado que derrama por natural Sueño, que demostró por qué es un caballo súper clase. Lo hizo toreando de costado con el toro cosido a milímetros de su galope que parecía que flotara de sutil, de leve, de delicado. Y lo hizo al recogerse sobre sí mismo como Sueño lo hace cuando Ventura le pide que cambie el viaje y se meta por dentro, entre los pitones y las tablas aunque, entre ambos, pareciera que no quepa un caballo. Pero Sueño pasa y lo hace, otra vez, delicado, sin brusquedad alguna, incluso, como encogiendo su propia anatomía para caber. Clase de la muy cara tuvieron las banderillas con Fino y fantasía echada a volar fue lo que hizo Ventura con Bronce, el caballo que hace real lo que parece imposible. A lomos de Bronce, que echaba el pecho por delante y hasta enterraba el mentón, toreó con la muleta. Y con Bronce dejó un soberbio par a dos manos liberado el caballo de la cabezada, citado en corto y en los medios, de una ejecución inapelable. Tras otra pega soberbia de los Forcados de Alcochete, montó entonces a Guadiana y cogió el rejón de muerte cuando comenzó a crecer la petición de indulto. En lo que fraguaba o no, Diego Ventura echó otra vez pie a tierra y toreó de muleta al nobilísimo ejemplar de María Guiomar, al que mató de una estocada entera que despertó el grito unánime en la plaza de “torero, torero”. La machada ya estaba hecha, el hito cumplido. Se dio cuenta Diego Ventura, más humano que nunca, después de semejante exhibición de toreo de ayer, de hoy y de siempre, y se le escaparon las lágrimas. Suspiró al cielo azabache de Mérida sabedor de que la obra estaba hecha. La obra de un genio que paseó el rabo en loor de multitudes, la que llegaba del tendido donde no se movía nadie, y la que le envolvió en su recorrido por el ruedo emeritense, arropado por el numeroso grupo de forcados y de niños que se echaron al albero a verle de cerca. Le miraban como quien mira a un héroe. Eso que solo pasa en los toros. El héroe protagonista de una noche desde luego histórica, absolutamente histórica, que desplegó en Mérida toda su tauromaquia, la aprendida, la cultivada y la soñada. Esa tauromaquia sin límites que es su mejor obra. La obra de un genio.