Esa bendita locura que emana de la genialidad

11/03/2018
ILLESCAS
Oreja y dos orejas
Benítez Cubero y Pallarés
Era la primera corrida de rejones del año después de la habitual “pretemporada” de festivales con los que cada año Diego Ventura gusta de ir templando armas y presentando a sus nuevas ilusiones. Un preámbulo que había enseñado ya a un torero en sazón, habitando en su vuelta de tuerca constante, en ese más adelante que siempre se inventa y que hace realidad. Como si no existieran las treguas en su camino, las pausas. Ni siquiera los valles naturales que hacen imperfecto lo perfecto. Lo de Ventura es otra historia. Porque no sólo domina por completo en la cumbre del rejoneo, sino que amplía su superficie. Como el conquistador que no deja de sumar territorios a sus huestes, a sus dominios. Imparable. Implacable. La hoguera venturista no conoce de mermas. Arde sin parar, alimentando el ansia de un artista por romper y superar todos los techos. Llegaba de Redondo de firmar ayer una tarde de emocionado y emocionante recuerdo y hoy lo ha vuelto a hacer en Illescas. Sobre todo, en la faena a su segundo toro, de Pallarés. Un toro con calidad, tranco y nobleza que se prestó a sus diabluras. Lo paró con Campina, encelándolo pronto y doblándose con él con tacto, despacio, marcando desde ese primer compás el ritmo de cuanto viniera después. No precisó más Diego, que abrió el tercio de banderillas con Fino, directamente, para, directamente, ir construyendo, locura a locura, genialidad a genialidad, un tercio soberbio. Toreando de costado y por dentro. Luego, de costado y por dentro otra vez. Inventando, desafiando, improvisando, haciendo magia. Despacio para exprimir como merecía el galope noble y templado del ejemplar de Pallarés. Luego, desafiando las leyes de la física al clavar varias banderillas al quiebro, diferente cada una de ellas. Al encuentro, de poder a poder o, sobre todo, dejándose venir hasta los pechos al toro mientras él le perdía pasos para, como un rayo, provocar el embroque, quebrar y clavar, todo ello, sin avanzar un ápice en su particular precipicio. Lo dicho: una locura, una genialidad. Para rubricar tamaña obra, sacó a Nazarí y ambos esculpieron, como tantas veces ya, un monumento al torear despacio. Temple, que le llaman. Metiéndose al toro bajo el estribo a base de esperarlo al máximo de lo posible. Otra locura, otra genialidad. No perdió ni un gramo de intensidad la faena en el broche con Remate en las cortas, antes de recetar Ventura un rejón entero que le ponía las dos orejas en las manos. Otra le había cortado antes a su primero. Nino de nombre y con el hierro de Benítez Cubero, al que recibió con Guadalquivir, para doblarse de él con pulso sumo, imponiendo sin obligar, convenciendo, como quien cautiva con caricias. En banderillas, Importante enseñó cuántas virtudes lleva dentro de su padre, Nazarí. Por ejemplo, al torear de costado. Y también con esa capacidad que es marca de la sangre para dominar todos los espacios, todos los terrenos al dictado del temple. Mágico temple. Temple innato. Los niveles de la emoción los disparó Diego Ventura al sacar a Dólar y hacer la suerte en los términos justos que dicen los cánones cuando del ajuste se trata. Que la pureza en el toreo lo es cuando toro y torero se ensarzan en un solo cuerpo, en un solo ente. Como Ventura y Dólar con su oponente a base de dejárselo llegar hasta donde ya no es posible la vuelta atrás. La cima de la faena fue el par a dos manos sin cabezada, citando a caballo y toro parado, en los medios, aguantando el jinete y esperando el envite hasta hacer de un solo movimiento el encuentro y la suerte. Remató la faena de un rejón casi entero y el público le pidió con fuerza la segunda oreja, aunque sólo una le concedió el palco. Fue la primera vuelta de llave de la primera puerta grande en la primera corrida de rejones del año. Una tarde preñada de la bendita locura que emana de la genialidad.