Cuando el toreo lleva a la felicidad
SANTANDER
Diego Ventura ha toreado catorce tardes en Santander, en las que ha sumado trece salidas a hombro. Un dato que lo dice todo y que realza lo vivido hoy. La comunión total. La fusión más sincera entre el público de toros y el héroe que hace posible la magia. Porque comunión es lo vivido en la faena al segundo toro de Los Espartales. Una comunión que alcanzó su cima en el par a dos manos con Bronce, sin cabezada, citado el toro a caballo parado, en corto y en los medios. Y la suerte hecha en toda su pureza. Limpia como una patena. Perfecta. Impoluta. Impecable, lo que provocó la explosión de la gente, feliz, y de Diego, feliz también, que se descabalgó para conceder todo el protagonismo de la plaza en pie a su caballo. A Bronce, un animal increíble con el que Ventura cumple lo increíble. Y lo imposible. Como esa forma de torear quedándose entre los pitones del toro por tiempo sin límite, metiendo Bronce la cara a centímetros de la de su oponente, desafiante y a corazón abierto. El corazón de un torero en el alma de un caballo. Qué multiplicación del temple. Qué virtuosismo. Qué preciosidad. Por eso se puso en pie la plaza para despedir a Bronce, el cómplice perfecto para que Ventura sueñe sin condiciones. Paró a este toro con Guadalquivir con un rejón clavado de frente, dejándoselo venir de fuera a dentro, de los medios al tercio, donde, casi inmóvil, lo esperaba el torero. Fue el anuncio de cuando vino después. Primero Nazarí, el irrepetible, con el que Diego completó una vuelta completa al anillo con el toro imantado al estribo, templándolo, no solo acompañándolo, toreándolo, pulseándolo, conduciéndolo… Y todo ello, rematado con una banderilla increíble también, planteada sin solución de continuidad, muy a la corta, de frente otra vez, absorbiendo la embestida sin alivio alguno, incluso, soportando el remate del toro que echó con violencia la cara arriba. Se la jugó ahí Ventura y ganó. Como lo hizo a continuación con Sueño y sus cambios de terreno por dentro, por la única rendija por donde cabía esa moneda al aire del todo o nada. Bronce -contado queda- se encargó de elevar a las nubes todo lo vivido hasta entonces y lo abrochó Diego con Guadiana con una corta primera y con un extraordinario rejón después, por arriba e implacable, que tumbó al bravo entre los aplausos del propio torero. Se derramó otra vez la comunión total del héroe con el público y Cuatro Caminos fue lo que tantas veces: el escenario perfecto para no dejar de soñar…
Fue noble el primer toro de su lote, pero le faltó algo más de empuje, de romper hacia adelante. Lo recibió a portagayola con Campina, pero el de Los Espartales se abrió demasiado, lo que impidió el encuentro. Dos rejones clavó Diego Ventura antes de bordar el toreo con Velásquez en varios pasajes marcados por la pureza y la lentitud con que lo hizo todo. Y el ajuste, porque el astado requería llegarle mucho y lo hizo el rejoneador con Velásquez, ya fuera en el toreo de costado, de notable pulso, ya cuando se metió por dentro casi sin espacio entre el toro y las tablas. Y todo, cabe insistir, con enorme despaciosidad, sin una prisa que rompiera la armonía de cada embroque, de cada vez que Ventura se fusionaba con la nobleza de su oponente. Esa chispa que le faltaba la puso toda en forma de llamas con Lío, especialista en dinamitar las emociones. Tres banderillas, como de costumbre, cada una de ellas diferente. Cada una en terreno y en distancias diferentes. De plaza a plaza en el cite la primera para frenarse y clavarse al llegar a la jurisdicción del toro. Llegando a él con piruetas para encender aún más la previa de la suerte la segunda y a caballo parado la última de ellas. Las tres, bajo el axioma de la precisión y la exactitud de cada uno de los tiempos. Estaba la faena en la cima cuando Diego la culminó con la única banderilla corta al violín que le autorizó el palco antes de pinchar por arriba con Remate en varias ocasiones con el rejón de muerte, lo que le privó de alzarse con los primeros premios de la tarde.