Diego Ventura, emperador en Arles

02/04/2018

ARLES
Dos orejas y dos orejas y rabo
San Pelayo

Había prometido ayer Diego Ventura devolver en el ruedo su gratitud y el cariño recibido mientras que el alcalde de Arles, Hervé Schiavetti, le entregaba el premio Julio César con el que se reconocía su trayectoria de veinte años de alternativa. Y a fue que lo ha hecho. Y de qué manera lo ha hecho. Desde el primer segundo. Con esa luz cegadora que se le dibuja en el fondo de la mirada cuando se sabe ante una ocasión idónea para, como hoy, hacer historia. Porque historia ha sido lo firmado esta mañana por Diego Ventura en el Coliseo de Arles por donde el de La Puebla ha pasado con ese paso marcial de los grandes emperadores. De quienes conquistan por la vía del convencimiento y del encandilamiento. Arrollando con la contundencia de quien hace el camino a golpe de territorio conquistado. Brutal. Muy grande. Soberbio. Lo dicho, histórico. Así ha sido lo del emperador Diego Ventura hoy en el Coliseo.

No dejó pasar mucho tiempo Diego Ventura para conquistar Arles. Tan a las primeras de cambio como en su primer toro, un buen ejemplar de San Pelayo, que se movió y se prestó con nobleza ante las cabalgaduras, materia prima perfecta para que el jinete cigarrera compusiera una obra precisa, medida y de mucha transmisión al tendido. Se apoderó Ventura del escenario, lo llenó por completo. Empezó haciéndolo ya de salida con Guadalquivir, un capote vivo de seda para recoger, encelar e ir matizando las primeras embestidas del cuatreño. Ideal para que luego saliera Nazaríy desplegara sus múltiples versiones del temple, ese don mágico que le habita en las entrañas. Primero, enganchando y toreando de costado, en un ejercicio de pulso sublime, de compenetración del hombre con el animal, de cómo pueden palpitar dos corazones tan a compás. La expresión, a un tiempo, de asombro y de fascinación del público galo, con esa forma tan suya de destapar lo que le apasiona y ensimisma, arropaba el trance de Diego y Nazarí hechos uno y envueltos en un conjunto perfecto con el toro de San Pelayo. Esa misma precisión técnica que se apoderó del conjunto de la faena la dejó ver Ventura en las banderillas al cuarteo también con Nazarí o las siguientes con su hijo, Importante, con el que las piruetas para salir de las suertes tan en la cara, tan milimétricas, tan ante el vertiginoso vacío de la cercanía de los pitones elevaron la pasión con que llegó al tendido la actuación del torero de La Puebla del Río. Mató pronto y Arles le entregó ahí el primer trocito de su corazón.

El resto, todo lo demás, se lo puso en bandeja de plata al terminar la faena a su segundo. Una faena cumbre ante un gran toro de San Pelayo, el mejor cómplice posible para que el emperador culminara su conquista. Dicho está: brutal. Sideral. Estelar. Desde el recibo con Lambrusco, con el que Diego cuajó capotazos a cuerpo limpio, con el toro muy humillado y el torero volcándose sobre el morrilo en cada pasada, en la que el cuerpo de Lambrusco toreaba de pitón a rabo. Y duraba tanto como el eco de los oles admirativos de la afición gala. Se presagiaba cosa grande y cosa grande fue. Muy grande. Lo creó Ventura con Fino en cada quiebro inverosímil, provocado el embroque allí donde el aliento ya calienta, dejándose venir al toro cuando todas las ventajas son para el animal y clavando en el milagro del último segundo. Y con Nazarí, quintaesenciando de nuevo el sentido natural del temple, el que fluye como fluye la respiración necesaria para vivir. Y con Dólar -grandioso Dólar– en ese deseo correspondido de cada afición que es el par a dos manos sin cabezada, cada vez más imposible, cada vez más exacto, cada vez más soñado, cada vez más como nunca. Temblaba la piedra toda de las Arenas como si tuviera emoción y el vello de punta. Puso el corolario con Remate del carrusel de cortas y de un rejón de muerte tan de verdad como todo lo anterior. Y el Coliseo pareció venirse abajo de tanta pasión como se derramaba. Se entregó Arles al emperador Ventura y le concedió los máximos trofeos. Y puso Diego las cosas en su sitio donde la ponen los toreros en una Francia que se empeñan en cerrarle. No importa, siempre fue tarea de conquistadores derribar todos los muros cuando por delante estaba -y está- el horizonte de lo inalcanzable.

 

Post data: Ya lo ha escrito el propio torero: Va por usted, Luc Jalabert por creer siempre y ejercer la fe en que creía.