En el adiós de don Ángel Peralta, el Maestro

Se ha ido don Ángel. Y deja el vacío propio de quien llenó tanto que ya nadie puede ocupar un espacio igual. Suele pasar cuando se es tan importante. Desde luego, en la vida de Diego Ventura, don Ángel Peralta lo ha sido todo. La primera casa, el primer amigo, quien marcó el rumbo y los primeros sueños, el primer caballo, la oportunidad primera, los primeros juegos, la primera becerra, los primeros consejos, el primer impulso, la confianza siempre, el convencimiento siempre. A don Ángel Peralta, Diego le debe haber podido ser Ventura. Un sueño cumplido en volandas de dos pilares que siempre estuvieron ahí: su padre y su Maestro.

Porque Peralta fue como ese ángel que, de pronto, se aparece en la vida de una familia que lo necesita de verdad. Nada fue ya igual en la familia Ventura a partir de don Ángel. Todo cambió. Y se comenzó a forjar, primero, el hombre que, siendo niño, siempre tuvo cerca a la referencia, al espejo. Diego era Dieguito -de hecho, lo seguía siendo- y él, antes que ninguna otra cosa, el amigo que le trató, incluso, como un hijo. Y en los días de toros en el Rancho, don Ángel era quien se acordaba y llamaba a Dieguito -a la espera de esa llamada, medio escondido por cualquier rinconcillo de la plaza- para invitarle a torear. Y el niño, gozoso, a torear se ponía, sin duda alguna, con la misma decisión que le sigue llenando hoy el fondo de la mirada. Y surgía el consejo, la rectificación sabia, el matiz, el descubrimiento de tantos secretos. Tantos como los que maestro y alumno compartían en aquellas largas conversaciones al caer la tarde en el Rancho, con un helado de café en las manos, en las que don Ángel hablaba y Diego escuchaba, bebiéndose cada enseñanza, asimilándola, guardándola en su fondo para luego, ya en soledad, rumiarlas y hacerlas suyas porque algún día harían falta. Y el día fue llegando día a día. Y Dieguito se hizo Diego y Diego, se convirtió en Ventura. Y don Ángel sintió satisfecha su intuición y supo que nada de tanto había caído en saco roto. Al fin y al cabo, los sabios saben bien dónde tienen que sembrar su sabiduría.

Pero nada cambió entre el maestro y el alumno. Peralta siempre fue -y seguirá siendo- don Ángel en el decir y en el sentir de Diego Ventura. Su referencia, su espejo, su amigo, su padre en el toreo. Por eso hoy el vacío es tan grande y el eco de su marcha suena tan a precipicio. Y queda la certeza de que nadie ya lo llenará nunca. Pero también la inmensa gratitud a la vida por aquel ángel con el que todo empezó en el seno de la familia Ventura. La Puebla del Río seguirá teniendo sus atardeceres únicos con aromas de marisma. Y la luz seguirá yéndose a dormir entre los arrozales. Y Diego mirará al horizonte donde le siguen naciendo sueños por los que seguir, cerrará los ojos y oirá la voz del Maestro, de don Ángel, alentándole y hablándole del toro y del caballo, del animal y del hombre, del toreo y de la vida con esa sabiduría eterna que nunca se apaga porque es como el tiempo, que pasa, pero que siempre se queda.

¡Hasta siempre, Caballero, Centauro, Torero! ¡Hasta siempre, don Ángel Peralta! La Gloria ya goza de su poesía…