Diego Ventura conquista la Pinzoniana

14/10/2017
PALOS DE LA FRONTERA
Dos orejas y dos orejas y rabo
Luis Terrón y Los Espartales
Una corrida de época para un torero de época. Diego Ventura sigue a lo suyo: conquistando cada suelo que pisa, dejando en la cima de cada tarde la bandera venturista que anuncia quién es el dueño. En este caso, el dueño de una tarde singular, original y con personalidad propia. La Corrida Pinzoniana de Palos de la Frontera tiene ya una identidad muy definida. Y la aceptación de los profesionales. Y la expectación del público, que hoy casi llenó el Coso del Descubrimiento, y que la espera y la vive como un acontecimiento colorista y luminoso. Ventura fue hoy su dueño, conquistándola a las primeras de cambio: en su primera comparecencia y desde el primero de sus capítulos. Porque no esperó Diego a más del tiempo preciso para justificar por qué hacía tiempo ya que se le esperaba por estos pagos palermos. Y no tardó para encender la tarde, rompiendo el mito del peso ambiental que tantas veces lastra a la faena abreplaza. Colaboró el toro de Luis Terrón, que fue noble, pero al que exprimió el jinete sus mejores virtudes, sobre todo, a partir de lidiarlo de manera tan magistral montando a Nazarí en un inicio del tercio de banderillas tan sublime como es propio cuando se trata de Ventura y Nazarí. Son uno. Dos piezas que encajan a la perfección, que se necesitan, que se compenetran. Es como si uno le pusiera la cabeza al corazón del otro. O como si ambos compartieran alma y hablaran un mismo idioma, íntimo y exclusivo. Un idioma que los dos expresan a lo grande para mayor honor y gloria de la Tauromaquia. “No hay un caballo como éste en el toreo”, susurraba un profesional entrebastidores del callejón de Palos de la Frontera a la par que Diego cubría el diámetro completo del anillo dorado de la plaza con el ejemplar de Terrón embebido a su estribo y a su mando, a milímetros que no cambiaban su medida por más que el toro variara el ritmo de su forma de acometer. Pero no hay desmedida que le pueda a la medida exacta del temple mágico de Nazarí a manos de Diego Ventura. Clamó la plaza, rendida y admirada, ante semejante exhibición de toreo a caballo. Como también luego en cada quiebro de Lío. Desde el concebido en la larga distancia que se acorta por entero a dos metros de los pitones para, en su frenada, desafiar y provocar la arrancada, y entonces ahí clavar después de marcar el quiebro donde es imposible ya cargar más la suerte. Hasta ese otro a toro y caballo parado, planteado a escasos tres metros del astado para ejecutar la suerte en lo que abarca una loseta. El colofón lo puso el torero con el carrusel de cortas con el joven Bombón para después cobrar un rejón entero que le puso en las manos el doble premio. Pero éste fue sólo el anticipo, el entremes, el aperitivo. Quedaba el otro, el cuarto. Un toro de Los Espartales que no se pareció en su juego a tantos de esa misma casa como Diego ha toreado este año. Fue incierto desde su salida. Mentiroso. Se hizo presente como si no. Trotaba al hilo de la cabalgadura, en paralelo a ella, sin mirarla, como a su aire. Pero era mentira, porque sí que sabía dónde estaba su rival. Le soportó Diego esa incertidumbre y también su brusquedad con Lambrusco, con el que clavó dos rejones de castigo. Sacó entonces a Fino, cuyo momento es de dulce y de una creciente capacidad, y sentó entonces la base de una faena magistral que fue un dechado de recursos, conocimientos, ambición y brillantez. Porque con Fino enjaretó Diego la lidia que el toro tenía a base de consentirlo, de invadir su terreno, de provocarle, de esperarle y de ir a por él a un tiempo en un ejercicio continuo de dominio y de mando. Luego, con Roneo, hizo lo que no parecía posible: ser capaz de acompasar la acometida del ejemplar de Los Espartales al metérselo literalmente debajo del estribo y llevarlo toreado, hilado, cosido, imantado. Y, todo ello, en sus terrenos. Es decir, ese toreo que es la lidia se había impuesto al instinto marcado por la falta de entrega del toro. Fue entonces el momento de la cima, de la cumbre, del clímax. Se fue Ventura a por Dólary, después de clavar una banderilla soberbia por cómo fue de reunida y por dónde tuvo que llegar el torero para ejecutarla, tomó un par de banderillas, le quitó la cabezada al caballo, se fue andando hacia el cuatreño, se detuvo ante él, provocó su arrancada a sólo tres metros y se fue derecho y al ralentí en busca del embroque para firmar un par a dos manos sideral. Fue la locura en los tendidos, en pie, alborozados, al mismo tiempo y con la misma intensidad con que el rejoneador de La Puebla del Río señalaba a Dólar con su dedo índice y le anunciaba al público que ese caballo es “el número uno”. No resulta difícil creerlo a tenor de lo que hoy hizo. Otra vez, pero mejor que nunca. Sin pausa alguna, sacó Diego a Remate, mantuvo la candela de la espectacularidad con dos levadas tremendas, clavó tres cortas donde sólo parecía caber una y recetó un rejonazo fulminante y sin remisión. Estaba cantado que los máximos trofeos eran suyos. Como la tarde entera. Conquistada. En su poder, bajo su mando. Como el toreo todo. Es lógico: vivimos en la época de Diego Ventura. Un torero de época.