Lisboa y Ventura se entregan mutuamente

Fue una noche hermosa. Intensa. No fácil. Pero hermosa. De ésas que dejan lleno a un torero que sabe que lo dio todo. Era una de esas citas en la que nada puede quedarse en el cajón de la voluntad humana. La ciudad, la plaza, el compañero de cartel, la expectación... Y el defender la condición de figura histórica del toreo es uno de esos escenarios que lo realza todo. Por eso todo había que darlo y todo lo entregó Diego Ventura a pesar de verse obligado a nadar demasiadas veces a la contracorriente de enemigos sin fondo. Quiso Diego empezar pronto con su exhibición. Traía en sus sensaciones aún el regusto amargo de la cita de abril, cuando las cosas no salieron como esperaba porque en nada ayudó la corrida de Pinto Barreiros. Y desde el primer encuentro con el de Passanha se puso a torear para pararlo y fijarlo sobre los cuartos traeros de Maletilla, recortando con belleza y doblándose con él en dos metros cuadrados. Lo vio la gente y ya ahí se puso de lado de Ventura. No cabía otra... Tenía el toro buena condición por noble y fijo, pero se lo fue pensando cada vez más a la hora de arrancarse. Había puesto entonces ya en liza a Sueño y con él cuajó un tercio de banderillas de pura emoción. Hasta cinco garapullos clavó el rejoneador. Los dos últimos, por aclamación popular. Y fue cada uno de ellos una demostración en sí mismo. Citando en la larga o en la media distancia, provocando desde lejos la arrancada que no siempre llegó. Pisando terrenos casi prohibidos. Clavó andando hacia detrás, quebrando en el mismo aliento del de Passanha, batiendo... Y en cada banderilla, un clamor. Lisboa entregada a su hijo y Diego, feliz por saberse profeta de este tiempo y de los tiempos que habrán de venir para el toreo a caballo. En el segundo, Diego Ventura convirtió a Campo Pequeño en una caldera de felicidad. Y eso que no tuvo enfrente el ejemplar más propicio. Salió con pies el sobrero, una vez devuelto el titular de Vinhas por cojera. Tuvo emoción el recibimiento con Suspiro porque siguió con celo el toro a la cabalgadura, al menos, una vuelta completa. Ya ahí empezó a mansear, aunque sí tenía nobleza. Sacó Ventura a Maño y esto le puso al plato el picante, el sabor, la enjundia que la condición tendente a apagarse del toro amenazaba con quitarle. No sólo no lo logró, sino que la actuación del jinete fue a más en cada suerte, en cada banderilla, en cada pasaje. Citó muy en largo Diego aun a sabiendas de que el toro no le iba a ayudar. Esperaba éste tanto, tanto, que el propio embroque, el mismo quiebro, se convertía en el cite ante el que sólo entonces acometía el cuatreño con más chispa que verdad. Porque lo que hacía era ponerse por delante, buscar los pechos. Hasta dos palos clavó Ventura de esta guisa en la misma boca de riego sin que su enemigo avanzara un solo centímetro en su posición. Se frotaba los ojos el público, se echaba las manos a la cabeza al ver que la suerte salía impoluta y el torero entero de semejante arrojo. En pie Campo Pequeño… Para concluir con Maño, el jinete le dio al sobrero todas las ventajas de su querencia, casi aculó al caballo en tablas, se puso muy en la corta distancia y, sin dejar el toro de andar, gazapón, como crecido en su terreno, se avalanzó sobre él Ventura para clavar batiendo. Quería más Lisboa y se fue Diego entonces a por Remate para coronar la obra, de mucho más valor ya entonces que lo que merecía la materia prima con que la estaba puliendo. Primero, un par a dos manos, otra vez, sólo podía ser así, por los adentros, por el espacio justo y el toro buscando cortarle el viaje. Y luego, dos cortas clavadas al violín en los mismos medios para constatar el torero que le había ganado la pelea al sobrero en todos los terrenos posibles. En el del animal y en el del hombre. En el del instinto y en el de la inteligencia. Lisboa le despidió con el mismo clamor con que le abrazó durante toda su segunda vuelta al ruedo de la noche. Ni la plaza que pisaba, ni el torero que tenía enfrente ni en la noche en que se había colado mereció el tercero, de la ganadería de Manuel Vinhas. Cierto es que no engañó a nadie porque desde el segundo uno se reivindicó manso, sin clase y hasta con sentido. Pero sin engañar, todo lo que hizo fue de mentira. Andarín siempre, con ese molesto trote cochinero de quien va midiendo y enterándose por segundo, tuvo Diego que clavarle los dos rejones de castigo a favor de su querencia, muy por los adentros colocado y aguantando sin duda y con pulso la radiografía primero y la cornada después. Siendo como es Nazarí el dueño del temple, probó Ventura a rebatirle con él. Y se le echó encima para provocarlo. Y se dobló con él buscando calentarle y encelarle, pero el de Vinhas pensaba en la media distancia y golpeaba no sin saña en la corta. Lo que se dice uno desagradable… Cada viaje, cada encuentro, era una apuesta del rejoneador de lo que se cruzaba y buscaba los pechos el burel. Probado que no era animal que valorara el caviar, desenvainó Ventura su otra arma, Milagro. Y galopó hacia él para pararse en seco y batir y clavar antes de que el toro se enterara de lo que le estaba pasando. Clavó la segunda banderilla a toro parado, muy en corto el cite y saliendo con un quiebro ajustado. No le dejó terminar ahí la faena el público de Campo Pequeño, que no se resignaba con quedarse a medias, y Diego invitó al sobresaliente, David Gomes, con quien compartió la segunda parte del tercio. Y, a la postre, el más emocionante y vibrante, el que terminó de dimensionar la lidia para aficionados que hasta entonces había construido. Dos banderillas clavó el jinete con el toro en los medios al quiebro, muy marcados éstos, con el toro parado y saliendo airoso y triunfal del envite. Dos últimos golpes secos de genialidad y de persistencia para devolver a Lisboa todo el calor compartido y lo que la noche merecía. La vuelta al ruedo fue una pura declaración de intenciones de uno y de otro. Ventura le dijo a Lisboa cuánto le importa. Y Lisboa le dijo a Ventura cuánto le idolatra. Pero ni con ésas se conformó el caballero y pidió el sobrero. De Passanha. Otro regalito. Pareció lo que no era cuando, en el recibo, siguió con cierto interés a Maletilla después de que, nada más salir de chiqueros, sin probatura alguna, el rejoneador se fuera directo a él para dejarle el primer rejón de castigo. No quería pausas Ventura, que otra vez puso más de lo que recibió. Porque el astado se puso bruto y, más que embestir o acometer, arrollaba, se iba directo como un obus a por la cabalgadura. No era fácil sortear tamaños envites, que, además, surgían como un disparo, de la nada, sin aviso. Apostó de nuevo Diego por Nazarí, pero tampoco éste lo merecía. Se fue parando y siguió esperando. En busca siempre de llevarse por delante aquello que osara romper sus cercanías. No quería pelea el de Passanha y lo gritaba a derrotazo limpio. Así las cosas, optó Ventura por el camino de la emoción y de la entrega con Milagro, tratando de hacer virtud, al menos, de esa condición defensiva. Que esperaba, pues el torero se fue a esperarle a él, a buscarle en corto, para provocar y quebrar con esa emoción que le imprime este caballo a cuanto hace. Y surgió a modo de chispazo mágico, de destello inesperado, la segunda banderilla con el de Passanha colocado en los medios, completamente parado, y haciendo el torero del quiebro cite para clavar sin que el astado se arrancara, sólo corneara, para salir airoso entre la sorpresa de la gente que saltó como un resorte al unísono. Fue un pellizco, un bocado de Ventura a la contrariedad de este otro ejemplar que no hacía justicia a su entrega de toda la noche y a su generosidad a la hora de regalar el sobrero. Una actitud que no pasó desapercibida para el público, que valoró el conjunto de la noche ofrecida por Diego arropándole de nuevo en su cuarta vuelta al ruedo. Era la recompensa y el reconocimiento a una cita que Diego Ventura había puesto en el centro de su temporada. Por eso vino a darlo todo y todo lo dio.  
18/06/2015
Lisboa
 cuatro vueltas al ruedo
Passanha (1º y 4º), María de Guiomar y Manuel Vinhas